Radiografía de Javier Milei: la política y sus amistades peligrosas

Las propuestas del presidente electo configuran un ‘totum revolutum’ que conviene desenredar para entender el fenómeno que representa.

Javier Milei

Javier Milei se dirige a sus seguidores tras ganar las elecciones, en Buenos Aires, el pasado 19 de noviembre. TOMÁS CUESTA (GETTY IMAGES)

De forma inesperada, aunque comprensible, Argentina acaba de elegir presidente a Javier Milei. Se entiende que los argentinos no confiaran en Sergio Massa, el ministro de Economía que deja el cargo con un 140% de inflación interanual, uno de los peores índices del mundo, y 18.5 millones de argentinos pobres. Pero el triunfo de Milei es insólito. Por varias razones. Primera, llegó a la política hace apenas dos años aupado por youtubers, tiktokers y otros profesionales de las redes sociales. No tenía partido, ni el apoyo de los sindicatos, la Iglesia católica y la prensa convencional. Segunda, su carácter histriónico y los insultos a los que ha acostumbrado a sus contrincantes no son habituales, ni siquiera en la pintoresca política argentina. Tercera, la imagen personal de Milei dista bastante de la de un presidenciable. Vive solo con cuatro perros —bautizados en honor a sus economistas favoritos, Milton (Friedman), Murray (Rothbard), Robert y Lucas (Robert Lucas)— y su estilismo es un injerto entre Mick Jagger y Elvis Presley pasado por el tamiz latino. Cuarta, se presenta como libertario y propone reformas radicales encaminadas a acabar con lo que él identifica como la tríada enemiga: el comunismo, el estatismo y el colectivismo.

Este cuarto punto es el de mayor calado político. Algunos medios han señalado que es la primera vez en la historia que un país elige a un presidente libertario, una afirmación apresurada si tenemos en cuenta que Thatcher y Reagan compartían aspectos fundamentales de esta ideología. Pero de Milei no solo se dice que es un libertario. En España, la derecha, al menos la que representa Esperanza Aguirre, lo ve como un “liberal” más, mientras que la izquierda combina el superlativo “ultraliberal” con el sambenito de “populista”. Conviene desenmarañar este totum revolutum de conceptos políticos, no tanto para entregarnos al fetichismo de las etiquetas —al fin y al cabo, ya lo dijo Shakespeare, ¿qué hay en un nombre?—, sino para entender mejor la ideología de Milei y cómo es percibido.

Lo primero que debemos preguntarnos es si Milei es un libertario, el calificativo que él prefiere. El término suena artificial: “libertario” es una traducción automática del inglés libertarian, que en el contexto español genera, además, una cierta confusión, ya que remite al Movimiento Libertario, la organización anarcosindicalista de finales de los años treinta, que nada tiene que ver con lo que propugna Milei. El libertarismo tiene sus orígenes en el liberalismo clásico de John Locke y Adam Smith, que identifica la libertad individual como valor supremo y deriva de ella restricciones importantes al tamaño del Estado y sus imposiciones. Por razones poco claras, en Estados Unidos el término liberal pasó a designar toda idea nueva, estuviera o no emparentada con la concepción liberal clásica. El pensamiento progresista que abogaba por un Estado fuerte con gran capacidad impositiva pasó a ser identificado como “liberal” y de ahí que las propuestas de economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman, fieles al liberalismo original, fuesen encuadradas en la ortopédica categoría de “libertarias”.

En Europa este desplazamiento de etiquetas no se ha producido. La izquierda europea, a diferencia de la americana, reniega del apellido liberal, que sigue vinculado a la defensa de las libertades individuales por encima de consideraciones relativas a la justicia distributiva y el bien común. Hay quien cree que, por estos lares, la distinción entre libertarios y liberales resulta artificiosa e innecesaria: son lo mismo. Pero cada vez son más los que usan “libertario” para designar a los liberales más extremos, los menos dispuestos a comprometer la libertad. Lo que está claro es que los libertarios son liberales, aunque, según a quien se pregunte, representan solo a los más fanáticos. El liberalismo no es homogéneo. Es una catedral con varias naves y unos cimientos comunes que podemos sintetizar en tres puntos respaldados por todos los liberales: 1) amplias libertades civiles, políticas y económicas; 2) mercados libres; y 3) un papel modesto del Estado. Estas premisas llevan a los liberales a rechazar, también unánimemente, sistemas políticos que otorgan gran peso a la autoridad del Estado: el fascismo y el comunismo, por supuesto, pero también el Estado del bienestar moderno. A partir de aquí comienzan las discrepancias internas que dan lugar a tres grandes familias liberales, de las que Milei participa en distintos grados.

En primer lugar, están los liberales anarquistas, también conocidos como anarcocapitalistas. Son los más radicales, los que rechazan cualquier Estado, por mínimo que sea. Consideran que una relación social es legítima sólo si es voluntaria. Dado que el Estado no es una organización voluntaria, sino coercitiva —se nos aplican sus normas, querámoslo o no—, es ilegítimo. Punto. En varias ocasiones Milei ha declarado que, al menos teóricamente, se identifica con ellos. Influido por el economista e historiador Murray Rothbard, de la escuela austriaca, no duda en presentar al Estado como una organización criminal que practica con los impuestos su particular forma de robo a mano armada. Reemplazar el Estado por el mercado significa reemplazar la violencia por la libertad: pasar de un sistema en el que unos pocos —los políticos— imponen su criterio al resto, a otro en el que decidimos todos, y nadie en concreto, de manera descentralizada. La etiqueta de ultraliberal, por tanto, cobra cierto sentido si tenemos en cuenta que en la utopía de Milei no hay constituciones, sino contratos; no somos ciudadanos, sino clientes.

Pero presentarse a presidente con este cuerpo doctrinal es como decir “quiero presidir una organización criminal”, “quiero ser Al Capone”. Esto explica, en segundo lugar, que Milei haya virado hacia un lockeano o mini anarquista, como Ludwig von Mises, Ayn Rand o Robert Nozick, que justifican la existencia de un Estado mínimo o gendarme centrado en la defensa contra los enemigos exteriores y en la protección del derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Los únicos impuestos legítimos son los que se requieren para mantener las instituciones de este mini estado: el ejército, la policía, los tribunales, y el registro de la propiedad. Muchas de las propuestas de Milei tratan de minimizar el Estado pantagruélico cebado por el peronismo. Su programa de gobierno incluye, entre otras medidas, privatizar empresas públicas deficitarias, eliminar y bajar impuestos para potenciar el desarrollo de la iniciativa privada, acabar con las limitaciones en el acceso a divisas extranjeras, eliminar las retenciones a las exportaciones y, una de sus propuestas más osadas, deshacerse del Banco Central.

Por supuesto, el programa de Milei no va a transformar Argentina en un Estado mínimo. Pero para un tercer grupo de liberales, los kantianos, no es necesario que así sea. Consideran que, además de operar como un gendarme, el Estado puede tener una función asistencial limitada. Hayek, por ejemplo, se mostraba favorable, aunque de forma vaga, a asegurar un mínimo por debajo del cual nadie debería caer, especialmente quienes no pudiesen valerse por sí mismos. Milton Friedman propuso, algo más en firme, sustituir las prestaciones del Estado del bienestar por una especie de renta básica: el impuesto negativo sobre la renta, que permite al Estado proporcionar un complemento de ingresos a quienes no llegan a una renta mínima. Milei no ha abrazado esta forma de liberalismo, o no al menos de forma explícita, como sí que lo ha hecho con las dos anteriores. Pero en una entrevista en el semanario The Economist admitió que no es posible eliminar por completo las prestaciones sociales, de ahí que proponga optimizarlas. Un ejemplo en esta dirección es su propuesta de reemplazar el sistema público de educación por un modelo de vouchers o cheques, à la Friedman, que consiste en dar a los padres una cantidad de dinero —un bono canjeable— para abonar los gastos del centro educativo que elijan para sus hijos, lo que los economistas llaman “un subsidio a la demanda”.

Milei se pasea por las distintas naves de la catedral liberal según le conviene. ¿Es además un populista de derechas? Las acusaciones vienen por su flirteo con Trump, Bolsonaro y Abascal —a Orbán dice no conocerlo suficientemente—. Durante la campaña, Milei se acercó a estos líderes con un discurso vehemente en contra del feminismo, el cambio climático y el colectivo LGTBI. Hay quien dice que se trata de un movimiento estratégico para captar votos conservadores, pero las liaisons dangereuses no salen gratis. Trump, Bolsonaro y Abascal tienen posturas abiertamente proteccionistas, nacionalistas, antiabortistas y contrarias a la inmigración que dinamitan los cimientos del liberalismo. Los aranceles, el endurecimiento de las fronteras, el Make America Great Again y la prohibición del aborto suponen restricciones a la libertad que nadie puede defender sin que su pedigrí liberal se vea cuestionado. Milei se mantiene firme en la protección de las libertades económicas, pero ha prometido derogar la ley del aborto y empieza a proponer mano dura con la inmigración procedente de los países vecinos, que supone un 5% de la población argentina.

La elección de Milei plantea serias preguntas. En los días pares es un economista que conoce la doctrina liberal y, en los impares, es un populista redomado. ¿Quién gobernará? ¿El discípulo de Friedman o el admirador de Trump? ¿Será Argentina el nuevo laboratorio del liberalismo como lo fue el Chile de Pinochet? ¿O cambiará el populismo de izquierdas por el de derechas? Falta poco para empezar a saberlo, Milei y sus “hijitos de cuatro patas” —Milton, Murray, Lucas y Robert— se mudan a la residencia oficial el próximo 10 de diciembre.

Este artículo fue originalmente publicado en El País.

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