Manuel Hinds señala que la historia de América Latina desde la independencia está plagada de episodios en los que el pueblo, en busca del progreso, destruye en lugar de construir instituciones.
El año 2020 deja un triste legado en América Latina: el número de países en los que gobiernos que buscan destruir la estructura institucional de la democracia y el imperio de la ley ha seguido aumentando con gran rapidez, lo mismo que las acciones de estos gobiernos se vuelven cada vez más arbitrarias. Chile y Perú se han agregado a este número.
Las acciones de los gobiernos de Venezuela, Nicaragua, Cuba, Argentina y El Salvador se han vuelto cada vez más arbitrarias. Lo más triste es que los pueblos están tomando este camino pensando que en él van a encontrar la utopía en la que, sin mayor educación y disciplina institucional, van a lograr el nivel de vida de los países desarrollados. En cambio, la destrucción institucional en la que los países se están embarcado va a resultar en mayor estancamiento y menores salarios que los que podrían lograrse en un desarrollo ordenado por el imperio de la ley.
El ejemplo que El Salvador muestra muy claramente ese proceso. El legado de este año para este país tiene tres componentes muy negativos: el colapso de los logros que el país había alcanzado en su lucha de 200 años por crear un régimen democrático basado en el imperio de la ley; al colapso de las buenas relaciones con el aliado más cercano y confiable que hemos tenido, y del que dependemos en términos del mantenimiento de casi un tercio de nuestra población que vive allá y de miles de millones de dólares en remesas que ellos mandan; y una caída libre en la percepción internacional de la capacidad del gobierno de diseñar e implementar políticas económicas sensatas, manifiesta en el desplome catastrófica del precio de la deuda del gobierno en los mercados internacionales. Las tres cosas están íntimamente ligadas, con la primera siendo la causa de las otras dos. La primera y la segunda son obvias para cualquiera que tenga ojos para ver. Puede ser necesario explicar cómo es que la caída del precio de la deuda es un síntoma de confianza de los mercados internacionales en la capacidad del gobierno.
El valor de la deuda y la constitución
Esta medida de la confianza se aplica a los préstamos que el país toma a través de emitir bonos en esos mercados. Los bonos son promesas de pagar en una fecha determinada una deuda, o partes de ella que suman su total, generalmente con un interés.
Como las promesas de pago de los bonos son a plazos largos (10, 20 ó 30 años, por ejemplo), comprarlos y mantener su propiedad hasta el momento de su pago implica una inversión también de largo plazo, algo que sólo una parte de los inversionistas está dispuesta a hacer porque implica correr riesgos en un futuro imposible de predecir. Para reducir este riesgo, se ha formado un mercado en el que el comprador de bonos puede venderlos antes de que se llegue su fecha de pago, así recuperando en menor plazo la inversión que había hecho.
El precio en el que se venden estos bonos es el precio del que estamos hablando. Se mide asignando un valor de 100% a la promesa que ha hecho el gobierno —por ejemplo, $1.000.000. Si el mercado piensa que las probabilidades de que el gobierno pague esta deuda en la fecha prometida el indicador baja, indicando así claramente que la confianza en el gobierno está cayendo.
Hasta abril de 2021 los bonos que El Salvador había emitido a distintos plazos tenían buenos precios, desde 100% hasta 118%, dependiendo de sus características. Estos comenzaron a caer desde mayo de 2021, cuando el gobierno rompió el mandato constitucional de la separación de poderes para imponer su criterio político en el poder judicial y simultáneamente echó a andar el deterioro de las relaciones con EE.UU., que objetó la violación de la constitución.
Esta relación entre las crecientes violaciones de la constitución, el también creciente deterioro de las relaciones con EE.UU. y la cada vez más catastrófica caída de los precios de la deuda se ha mantenido en los meses subsiguientes, hasta el punto de que, en promedio, los bonos salvadoreños han perdido cerca del 50% de su valor (los que valían cerca de 120%, ahora valen cerca de 60%, y los que valían cerca de 100%, ahora valen alrededor del 50%).
Esta relación existe principalmente por dos razones. Los inversionistas competentes y con alternativas (los que no dependen del favor de gobiernos para poder operar) piensan en dos cosas: razonan que si el gobierno es capaz de violar hasta la constitución será capaz de violar cualquier promesa que les haga para que inviertan en el país y deciden invertir en otra parte, con lo que la capacidad de crecimiento se disminuye en la economía con respecto a lo que podría ser; y piensan que si el país tiene malas relaciones con EE.UU. la economía va a sufrir tarde o temprano.
La inversión y el salario
Estas circunstancias alejan las inversiones de alto valor agregado, que producen niveles de utilidades normales en los países desarrollados, y son por tanto capaces de pagar sueldos más altos. A la larga, estas inversiones van incorporando el conocimiento a su fuerza de trabajo, capacitándola, y generando así el crecimiento sostenido que el país necesita. Esas empresas necesitan estabilidad para el éxito de sus negocios. Las arbitrariedades son lo opuesto a esa estabilidad. Estas son las que no vienen en un ambiente arbitrario.
Las inversiones que los regímenes arbitrarios atraen son las que aguantan correr todos los riesgos de un régimen arbitrario, pero sólo si compensan ese riesgo con utilidades altísimas, que requieren pagar salarios bajísimos y que el gobierno les haga favorazos. Es decir, el mismo tipo de inversionistas que compra los bonos a 50%, esperando ganarse el otro 50% además de los intereses si logra cobrarlos a su vencimiento.
Estas son las actividades que se prestan a monopolios, en operaciones que requieren muy pocas habilidades en los trabajadores. Ellas dan a la economía la posibilidad de subsistir en medio de arbitrariedades gubernamentales, pero al costo de pagar salarios bajos, de mantener la desigualdad de la educación y los ingresos, y de mantener estancada la economía.
Como estas actividades requieren fuerzas laborales sin educación, cuando son predominantes en la economía causan una paradójica situación en la que la gente que invierte en su educación no encuentra luego empleos que le paguen lo suficiente para justificar dicha inversión. Así, la gente más educada también busca emigrar, drenando más el capital humano que es el que el país más necesita. Los regímenes arbitrarios generan sociedades que cada vez son menos educadas porque eliminan a los más educados.
Así, las violaciones de la constitución causan una disminución en la inversión y un cambio en su composición que lleva a menores salarios y al estancamiento. Elimina precisamente las inversiones que llevan al desarrollo social por demandar educación de sus empleados, y por contribuir a su entrenamiento, y fomenta las que ganan solo porque pagan bajos salarios.
Pero el pueblo no se da cuenta de esa relación. Aplaude, o en el mejor de los casos, acepta las arbitrariedades, sin darse cuenta de que esas arbitrariedades llevan a la persistencia de las diferencias de ingresos que le causan los resentimientos y odios que lo hacen aplaudir las arbitrariedades —creyendo que con esas los que sufren son los empresarios y las empresas, no ellos mismos. Es el circulo vicioso del odio que mantiene a los países en el subdesarrollo.
Es la historia de América Latina. En vez de romperse, ese círculo vicioso se está fortaleciendo. ¿Cuándo va a entender la región que ese camino, que ha seguido desde su independencia, de romper instituciones en vez de construirlas, es la fuente de su tristeza?
Esta pieza apareció originalmente en El Diario de Hoy (El Salvador)